Históricamente las universidades venezolanas han jugado un papel muy importante en la defensa de la libertad y los derechos civiles en el país. En 2007, por ejemplo, el movimiento estudiantil se opuso abiertamente a la propuesta de Hugo Chávez para reformar la Constitución y convertir a Venezuela en un “Estado socialista”, una acción que buscaba aumentar el control del gobierno sobre la población y seguir los pasos de dictaduras como la de Cuba, con quien el chavismo aún mantiene una relación muy cercana. La reforma fracasó al ser rechazada por los venezolanos mediante un referéndum constitucional, siendo esta la primera derrota electoral de Chávez, quien hasta ese momento aún contaba con gran apoyo dentro de algunos sectores de la población.

En mi caso, cuando comencé mi carrera universitaria en 2013, la situación política del país no era una de mis principales preocupaciones. Si bien la crisis económica, de servicios y de inseguridad había afectado enormemente la calidad de vida de mi familia, eran mis padres quienes se ocupaban de esos problemas mientras yo me dedicaba plenamente a mis estudios, una situación que cambiaría rápidamente durante los siguientes años.

En ese momento la universidad venezolana ya se encontraba bajo los ataques del régimen de Nicolás Maduro, los recortes presupuestarios afectaban el campus a nivel operativo y los salarios de los profesores eran prácticamente un insulto a su profesión. A pesar de eso, los profesores se negaban a abandonar la academia, se mantenían en las aulas compartiendo su conocimiento y demostrando una gran vocación y compromiso. Recuerdo haber pensado que se trataba de un compromiso con la universidad, en parte así era, pero para la mayoría también se trataba de un compromiso con los estudiantes y, más aún, con el país.

En el caso específico de mi alma mater, la Universidad Simón Bolívar, es reconocida por ser una institución extremadamente técnica. Pero al formar parte de su vida universitaria pude constatar que es mucho más que eso: fue en esa universidad donde realicé mi primer diplomado y no sobre matemáticas o ingeniería, sino sobre historia política de Venezuela; fue allí donde tuve mis primeros acercamientos a la democracia a través de la política estudiantil y es en esa misma universidad donde, además de las materias de carrera, tienes que cursar “generales” para aprender sobre otros temas tan diversos como música clásica, transporte urbano, ficción, idiomas o incluso política.

Me atrevería a decir que una de las materias más interesantes que cursé durante mi carrera universitaria fue uno de esos “generales” llamado La Guerra de los Idiomas, que me ayudó a entender cómo las diferencias culturales influyen en los conflictos geopolíticos y cómo nuestro idioma también da forma a la manera en la que percibimos el mundo. Igual de importante que el contenido de esa materia, era que los primeros minutos de cada clase el profesor nos explicaba la importancia de ser ciudadanos responsables e involucrarnos en los asuntos públicos del país para impulsar un cambio político.

También tuve la fortuna de coincidir con un grupo de personas con las que compartía valores, lo que me llevó a formar parte de un movimiento universitario en el que aprendí la importancia de la formación integral y de ser parte de la solución a los problemas. Descubrí que la antipolítica era un círculo vicioso que alejaba a las personas honestas de la acción política, dejando el camino libre para que los corruptos y personas con valores antidemocráticos tomaran el poder sin mayor oposición.

Creo que uno de los cambios más importantes que experimenté en esa época fue descubrir mi vocación de servicio, aprendí que todo individuo tiene el poder de transformar su entorno pero que el cambio siempre comienza por uno mismo. También vencí mis propios prejuicios sobre el poder y entendí que es un medio fundamental para lograr transformaciones profundas como las que Venezuela necesita.

En febrero de 2014 asistí a mis primeras manifestaciones siendo aún menor de edad, pero las universidades llevaban años saliendo a las calles para exigir autonomía y presupuesto justo. Recuerdo que una de las cosas que más me llamó la atención es que a las manifestaciones se sumaban miembros de todos los gremios de la comunidad universitaria, no solo se trataba de estudiantes y profesores, también las autoridades rectorales y el personal administrativo y obrero. Allí descubrí el verdadero sentido de comunidad, ya que sin importar si nos habíamos conocido antes o no, todos nos cuidábamos entre nosotros.

La represión se convirtió en algo cotidiano, el 12 de febrero de 2014 asesinaron a dos jóvenes manifestantes y, durante los casi tres meses que se mantuvieron las protestas, más de 40 personas perdieron la vida. Al experimentar la represión en carne propia tuvimos que aprender a superar el miedo y, para esto, dentro de las universidades se organizaron comisiones para planear la logística de las manifestaciones y mantener la seguridad de los miembros de la comunidad. Por un lado, los estudiantes de carreras vinculadas al área de la salud de otras universidades crearon comisiones de primeros auxilios que asistían a las manifestaciones para atender a los heridos, poniendo sus carreras al servicio de los ciudadanos de forma totalmente voluntaria. Por otro lado, los órganos de asesoría jurídica de las universidades prestaban apoyo legal a los manifestantes que habían sido detenidos arbitrariamente.

En diciembre de 2015, varios exdirigentes estudiantiles fueron candidatos en las elecciones parlamentarias venezolanas y resultaron electos como diputados, lo que permitió que desde la Asamblea Nacional se abordaran temas como la crisis presupuestaria y la violación de la autonomía universitaria en diversas oportunidades. Además, durante los últimos años también surgieron varias organizaciones no gubernamentales conformadas o lideradas por personas que de una forma u otra formaron parte del movimiento estudiantil y que han servido como espacios para que se siga accionando, desde la sociedad civil, la defensa de los derechos.

Actualmente la situación de las universidades venezolanas es crítica. La dictadura de Nicolás Maduro ha atentado contra el artículo 109 de la Constitución, que reconoce la autonomía universitaria, con mayor fuerza durante la pandemia, debido a que la falta de actividades presenciales dificulta la organización y acción de los distintos gremios universitarios. En la Universidad Central de Venezuela se intentó designar un “protector”, figura que no existe a nivel legal, pero que ha sido utilizada en otros casos para arrebatar funciones correspondientes a organismos como las gobernaciones. Mientras tanto, en la Universidad Simón Bolívar se impuso de forma totalmente ilegítima e irregular un nuevo tren rectoral conformado por personas afectas a la dictadura y que desde entonces se han encargado de utilizar los medios institucionales para difundir propaganda oficialista.

Si bien las universidades jugarán un papel fundamental en la recuperación económica y la reconstrucción de muchas de las industrias y capacidades operativas del país, no podemos dejar de lado el rol que desempeñarán en la recomposición de la sociedad venezolana y sus instituciones. La educación en torno a valores como la democracia y la libertad es fundamental para intentar prevenir que las futuras generaciones de venezolanos tengan que enfrentar situaciones similares a las que vivimos actualmente. La defensa del pensamiento crítico en las universidades debe prevalecer y todos los miembros de la comunidad universitaria, incluyendo a los egresados, debemos aportar desde nuestros distintos espacios. El siguiente paso debe ser la renovación de todas las instancias de representación para revitalizar la acción de todos los gremios y presionar por elecciones rectorales justas que nos acerquen a la recuperación institucional de nuestras casas de estudio.